Antes de la cirugía, un niño de cinco años pidió un último deseo: ver a su amado perro, Archie. Aunque normalmente no se permitían animales en el hospital, las enfermeras, conmovidas por su súplica, aceptaron. Cuando Archie llegó, saltó a la cama y se acurrucó junto al niño, que sonrió por primera vez en semanas.
La sala se llenó de emoción… hasta que Archie, de repente, se tensó, saltó al suelo y comenzó a ladrar furiosamente al cirujano asignado para la operación. Sorprendidos, los médicos intentaron calmar al perro, pero uno de ellos percibió algo alarmante: un fuerte olor a alcohol.
“¿Está borracho?”, susurró horrorizado el anestesiólogo. El cirujano intentó negarlo, pero el olor lo delató. Fue retirado de inmediato y, más tarde, perdió su licencia médica.
Gracias al instinto de Archie, la operación se pospuso y se asignó a otro especialista. Días después, el niño salió exitosamente de la cirugía.
Lo que empezó como un simple abrazo se convirtió en un acto heroico: Archie no solo era un amigo leal, sino un verdadero ángel guardián.