La ceremonia había terminado y ambas familias nos habían colmado de bendiciones. Yo, Alejandro, estaba mareado de tequila y felicidad. Mi esposa, Marisol, era dulce y humilde; todos decían que era un hombre afortunado.
Pero esa noche se mostró extrañamente distante. Sentada rígida al borde de la cama, temblaba y se apartaba cada vez que me acercaba. La irritación se mezcló con la preocupación. “¿Oculta algo?”, pensé.
Al levantar la manta con frustración, mi corazón se congeló: su cuerpo estaba cubierto de antiguas cicatrices. Atónito, me arrodillé. “Marisol, perdóname… ¿qué te pasó?”
Entre sollozos, confesó una infancia de maltratos tras perder a sus padres. Temía que nadie pudiera aceptarla.
La abracé y susurré: “Tu pasado no te define. Tus cicatrices me hacen amarte aún más.”
Aquella noche no fue de pasión, sino de verdad y conexión. Aprendí que el amor real no busca perfección: protege las heridas del otro. Años después, aún atesoro ese instante en que el amor venció al miedo.