Comenzó como una leve picazón, algo que asumió que desaparecería. Pero pronto se extendió, consumiéndolo con intensidad implacable. Rascarse no ofrecía alivio. No era un simple sarpullido: algo más profundo e insidioso estaba ocurriendo.
Descartó detergentes, alergias y picaduras de insectos, pero nada explicaba el tormento. Los días se confundían con las noches, la piel se volvía roja y dolorida por el rascado constante, y la fatiga aumentaba. Los remedios fallaban, dejándolo frustrado y desesperado. Su vida social y laboral se vio afectada; la paz parecía imposible.
Finalmente, buscó ayuda médica. Le realizaron pruebas exhaustivas, explorando posibles problemas más allá de la piel. La medicación más fuerte le dio alivio temporal y un merecido descanso.
La experiencia cambió su perspectiva: incluso las molestias pequeñas y persistentes pueden indicar problemas serios. Aprendió que la salud es frágil, el bienestar pasajero, y las señales del cuerpo nunca deben ignorarse.