El jardín parecía irreal, un contraste brutal con el torbellino de emociones dentro de mí. Estaba con los pies en el agua de la piscina, mi vestido de novia empapado y pesado pegado a la piel. La supuesta broma de Dylan había cruzado un límite, convirtiendo nuestra boda en un espectáculo humillante. Mientras salía temblando, vi a mi padre abriéndose paso entre la multitud hacia Dylan.
Su voz hizo callar a todos. “Se lo prometiste —dijo con firmeza—. Una boda es amor y respeto, no una risa barata.” Dylan, pálido, intentó hablar, pero mi padre lo detuvo. “Esto no es por un vestido mojado; es por la confianza. La rompiste.”
Luego se volvió hacia mí, con suavidad. “Maggie, ¿qué quieres hacer?” Bajo las miradas de todos, elegí la honestidad. “Dylan, estoy herida. Debes arreglar esto.” Dylan, lleno de culpa, se disculpó sinceramente. Junto a mi padre, sentí nueva fuerza y el primer paso para reconstruir… o marcharme.