Crecí solo con mi madre, una mujer trabajadora que hizo de madre y padre. Cuando tenía 12 años, se casó con Manuel, un ingeniero callado que intentó ganarse mi cariño, pero yo lo rechazaba: para mí, él no era mi papá. Aun así, me ayudaba con la escuela y arreglaba mi bicicleta. Al entrar a la preparatoria, comenzó a enviarme 5 mil pesos al mes, sin explicación. Pensé que era simple generosidad.
Años después, mi madre murió y, al ordenar sus cosas, hallé un documento: mi padre biológico debía enviar 10 mil pesos mensuales hasta que yo terminara la universidad. Lo llamé; me respondió fríamente que siempre cumplió. Entonces enfrenté a Manuel. Él guardó silencio, mostró un cuaderno con todos mis gastos y dijo: “Tu madre no quería que te ilusionaras.”
Lloré. Comprendí que él había sido mi verdadero padre. Al día siguiente, lo llamé “papá” por primera vez. Su sonrisa, temblorosa, valió más que cualquier herencia de sangre.

