A través del cristal del crematorio, Ethan notó que el vientre embarazado de su esposa se movía ligeramente. Al principio pensó que el dolor distorsionaba su visión, pero el movimiento se repitió, más claro e inconfundible.
Amara, la mujer a quien amaba y había jurado proteger, se había ido. Había sido arrebatada antes de que su hijo llegara al mundo. Frente al cristal, Ethan imaginaba una vida que nunca sería: su risa llenando la casa, los pequeños pasos resonando en los pasillos, el calor de una familia que soñaban juntos. Se negó a una autopsia, incapaz de separar a la madre del hijo.
Entonces, el movimiento volvió a ocurrir—claro, deliberado, real. Con el corazón acelerado, se lanzó hacia la puerta del horno, gritando a los asistentes que detuvieran todo. El caos estalló: los trabajadores entraron en pánico, llamaron a los supervisores y el miedo llenó el lugar.
Cuando llegaron los médicos y realizaron los análisis, la verdad salió a la luz: los gases naturales acumulados en el cuerpo de Amara provocaban las contracciones del abdomen. No era un milagro, solo ciencia.
La esperanza fugaz de Ethan se desplomó, dejándolo atormentado por la imagen de un movimiento que nunca significó vida—una despedida cruel e inolvidable.

