Lo que comenzó como una tranquila mañana visitando la tumba de mi padre se convirtió en una pesadilla que jamás imaginé. Después de despedirme, noté a una anciana ciega, sola y desorientada. Se llamaba Kira, acababa de enviudar y sus hijos la habían abandonado en el cementerio. Conmovida, le ofrecí acompañarla a su casa. Me invitó a tomar té y me habló de su esposo, Samuel, y de las cámaras que él había instalado porque no confiaba en sus hijos. Me fui sin saber que aquel simple acto de bondad cambiaría mi vida.
A la mañana siguiente, la policía tocó a mi puerta: los hijos de Kira me acusaban de haber robado dinero y joyas. Asustada, fui a la comisaría, donde Kira me defendió de inmediato. “Revisen las cámaras”, pidió. Las grabaciones revelaron la verdad: los verdaderos ladrones eran sus propios hijos. Fueron arrestados en el acto.
Con el tiempo, Kira y yo nos hicimos cercanas. Una tarde me dijo: “Quizás Samuel te envió”. Entonces comprendí que me había dado algo invaluable: la certeza de que la bondad aún existe. A veces, los extraños se cruzan en nuestras vidas no por casualidad, sino por destino.

