Mientras hacía compras en un supermercado local una tarde, noté a una joven madre visiblemente alterada, intentando calmar a su hijo pequeño que no dejaba de llorar. Miraba constantemente hacia atrás, como si alguien la estuviera observando, y su angustia era evidente. Sin pensarlo, me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda. Al principio dudó, pero tras unas palabras amables, me contó que se había separado de su pareja debido a una emergencia familiar repentina y estaba tratando de manejar la situación sola. Su preocupación no era solo por su hijo, sino también por no saber nada de su pareja, que había estado incomunicada durante días.
Me ofrecí a quedarme con ella mientras terminaba sus compras y a ayudar con el niño para que pudiera hacer llamadas y organizarse. Poco a poco, su ansiedad disminuyó.
Tres días después, alguien apareció en mi puerta: era la misma mujer, con su hijo sonriendo y los ojos llenos de gratitud. Me explicó que su pareja estaba a salvo y que aquel pequeño gesto de apoyo le había dado fuerzas para seguir adelante.

