En Estados Unidos, decenas de niños —algunos de apenas 12 años— son condenados a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, privándolos de toda oportunidad de rehabilitación. Muchos provienen de entornos marcados por la pobreza, el abuso, la negligencia o el racismo sistémico; algunos cometieron delitos violentos, otros solo fueron testigos.
Un caso emblemático fue el de Lionel Tate, un niño de 12 años condenado por matar a una niña de seis durante lo que afirmó fue un “juego de lucha libre que salió mal”. Aunque su sentencia fue luego reducida, su caso impulsó el debate nacional sobre si los menores deben enfrentar castigos equivalentes a los de los adultos.
La Corte Suprema de EE. UU. ha avanzado: en 2012 declaró inconstitucional la cadena perpetua obligatoria para menores y, en 2016, ordenó aplicar esa decisión retroactivamente. Sin embargo, muchos aún siguen presos sin revisión. Defensores exigen justicia restaurativa, revisión de sentencias y programas de redención, recordando que la niñez debe ser una oportunidad para aprender y sanar, no para ser condenada de por vida.