Jamás imaginé que mi boda se convertiría en semejante espectáculo. Los problemas comenzaron antes de la ceremonia, cuando mi suegra insistió en ser dama de honor porque era “joven y hermosa”. Para evitar conflictos, acepté.
Luego apareció con un vestido blanco largo —más propio de una novia que de una invitada— y hasta me arrebató el ramo de las manos, posando como si el día fuera suyo. Contuve las lágrimas y me negué a fotografiarme con ella.
Pero la verdadera sorpresa llegó en el altar. Cuando el sacerdote preguntó si alguien se oponía, levantó la mano:
— ¡Me opongo! Es mi único hijo y no lo entregaré. ¡Vámonos a casa, hijo!
Los invitados quedaron boquiabiertos. Mi esposo se paralizó. Yo, serena, dije en voz alta:
— Mamá, ¿olvidaste tomar tu medicina otra vez? El doctor dijo que si la omites empiezas a divagar. ¿Quieres agua?
Luego, dirigiéndome a los invitados:
— Disculpen, está confundida.
Avergonzada, se sentó y la ceremonia continuó. Comprendí que a veces, para proteger la felicidad, se necesita ingenio.