Cada sábado, exactamente a las 2 p.m., un hombre en motocicleta entraba al cementerio y se dirigía directamente a la tumba de mi esposa. Al principio pensé que era una coincidencia, quizá visitaba a alguien cercano. Pero semana tras semana, mes tras mes, regresaba. Sin flores. Sin palabras. Solo silencio.
Siempre se sentaba con las piernas cruzadas junto a la lápida, las manos sobre el césped y la cabeza inclinada. Después de una hora, apoyaba la palma suavemente en la piedra, se levantaba y desaparecía por el camino.
Empecé a observarlo desde mi coche, escondido entre los pinos altos, sintiendo una mezcla de curiosidad y desasosiego. ¿Quién era? ¿Por qué ella?
Sarah llevaba catorce meses fallecida. El cáncer de mama se la llevó a los cuarenta y tres. Estuvimos casados veinte años, criando a nuestros hijos y llevando una vida tranquila marcada por su trabajo como enfermera pediátrica. Era un milagro ordinario: dulce, esperanzada, constante.
Pero nada en su pasado conectaba con un motociclista tatuado con una mirada llena de dolor. Y sin embargo, cada sábado volvía, llorando como si lo hubiera perdido todo.

