A la mayoría de los niños no les emocionaba precisamente cuando comenzaba la clase de matemáticas, y el pequeño Johnny no era la excepción. Inteligente, divertido y curioso, las matemáticas seguían siendo su peor enemigo. Las tablas de multiplicar le parecían acertijos de otro planeta. Un día, llegó a casa derrotado.
—Papá, saqué una F en matemáticas —suspiró.
Su padre, sorprendido, le preguntó qué había pasado. Johnny explicó:
—La maestra me preguntó: “¿Cuánto es tres por dos?” Yo dije seis.
—¡Eso está bien! —respondió su padre.
—Luego me preguntó: “¿Cuánto es dos por tres?”
Su padre frunció el ceño.
—Sigue siendo seis. Entonces, ¿por qué te reprobó?
Johnny sonrió con picardía:
—¡Eso mismo le dije! “¿Cuál es la diferencia?”
Su padre estalló en risa: Johnny tenía razón… pero su actitud tenía precio.
Ahora, otra historia divertida: un marido tenía la molesta costumbre de soltar estruendosos gases cada mañana. Su esposa le advertía: “¡Un día vas a reventar tus tripas!”
Cansada, le jugó una broma: puso las vísceras del pavo en su ropa interior. Al despertar, él soltó su habitual “explosión” y gritó aterrado, creyendo que su esposa tenía razón. Tras un rato en el baño, regresó pálido:
—Cariño, creo que logré meterlas de nuevo.
Ella se rió tanto, que lloró… y desde entonces, sus mañanas fueron mucho más silenciosas.

