Aquel día frío de febrero sigue grabado en mi memoria. Cuando el médico colocó a Miguel en mis brazos, sentí un amor inmenso. Pero al mirar a mi esposo, Roberto, comprendí que él no lo sentía igual. El diagnóstico fue claro: nuestro hijo tenía síndrome de Down. Mientras yo lo abrazaba con ternura, Roberto se hundía en el silencio.
Una noche me dijo lo que más me dolió: “Este niño será una carga”. Desde entonces, lo crié sola, viendo cómo Miguel crecía con una bondad infinita y un corazón dispuesto a amar incluso a quien lo rechazaba.
Años después, Roberto sufrió un derrame cerebral. Necesitaba cuidados constantes, y fue Miguel quien dio un paso al frente: “Yo puedo cuidarlo, mamá”. Día tras día, lo alimentó, lo animó y lo acompañó con paciencia.
Un día, entre lágrimas, Roberto susurró: “Nuestro hijo es el mejor hombre que he conocido”.
Hoy, mientras veo a Miguel sostener a su padre para caminar, entiendo la verdad: nunca fue una carga, sino un regalo que vino al mundo a enseñarnos lo que es el amor.

