La boda era perfecta. La novia resplandecía mientras avanzaba por el pasillo, del brazo de su padre, y el novio la esperaba en el altar con los ojos llenos de amor. La luz se filtraba por los vitrales y la música llenaba suavemente la capilla. Los invitados sonreían, encantados por el momento.
Entonces, el pesado portón de madera se abrió con un chirrido, rompiendo el hechizo. Una mujer entró —vestida con sencillez, pero con una presencia que captó todas las miradas—. El rostro del novio cambió al instante: la alegría dio paso a la sorpresa. La novia se detuvo en seco, el ramo temblando en sus manos.
Un murmullo recorrió los bancos. ¿Quién era esa invitada inesperada? ¿Qué hacía allí? Ella avanzó con paso firme hacia el altar, sin apartar la vista del novio. El aire se volvió denso mientras el sacerdote dudaba si continuar.
Cuando pronunció su nombre —suave, pero con peso—, la sala entera quedó inmóvil.