En el día del funeral de mi abuela, en medio del caos emocional, inesperadamente me olvidaron en el cementerio. Solo, rodeado por los susurros tranquilos del viento y las flores frescas, reflexioné sobre su vida, sintiendo una conexión profunda con su espíritu.
Aunque ella ya no estaba, sentí su presencia guiándome a través de la soledad. Cuando la familia regresó por mí, me esperaba una sorprendente revelación: Abuela me había dejado su casa en su testamento.
Fue un regalo de confianza, un símbolo de nuestros recuerdos compartidos. La casa, ahora mía, era más que solo una estructura; guardaba la esencia de su calidez: sus risas, historias y el aroma de su famosa tarta de manzana. Al caminar por las habitaciones, casi podía escuchar su voz, sentir su toque y ver su sonrisa, como si aún estuviera conmigo.