Quince años después de criar juntos a nuestro hijo, mi esposo de repente pidió una prueba de ADN. Al principio me reí, segura de que era absurdo, pero aun así fuimos.
Durante la cena confesó: “No se parece a mí. Quiero pruebas… o el divorcio.” Yo amaba a mi esposo y adoraba a nuestro hijo. Nunca fui infiel. Por tranquilidad, entregamos nuestras muestras.
Una semana después, el médico nos llamó. Mis manos temblaban al escuchar las palabras que destrozaron mi mundo: “Tu esposo no es el padre biológico… y tú tampoco eres la madre.”
Se repitieron las pruebas. Mismo resultado. Durante semanas viví en una neblina, llorando por las noches mientras mi esposo me miraba con desconfianza. Iniciamos una investigación, revisando antiguos registros del hospital.
Dos meses después surgió la verdad: un intercambio de bebés en la maternidad. Nuestro hijo real había sido entregado a otra familia.
El niño al que he amado toda su vida no es de mi sangre. Pero sigue siendo mi hijo… y en algún lugar, nuestro hijo biológico vive con extraños.