Algunas bodas se recuerdan por las flores o los votos. La nuestra siempre será recordada por quien no estuvo allí: la madre de mi prometido.
Kael y yo, a finales de nuestros veinte, habíamos ahorrado cada centavo para nuestro gran día. Pero su madre, Seraphine, intentó adueñarse de todo desde el principio: discutió la lista de invitados, los colores, el pastel, incluso exigió una “gran entrada” con su propia canción. No quería celebrar nuestra unión, quería ser el centro de atención.
El punto de quiebre llegó cuando pidió pasar la noche anterior en la suite nupcial con Kael, llamándola su “última noche con su hijo”. Nos negamos. La siguiente tarde, al entrar en la suite, me paralicé: mi vestido estaba destrozado, la seda y el encaje hechos trizas. Segundos después recibí un mensaje: “Ahora quizá él vea quién importa de verdad.”
Kael la prohibió de inmediato en la boda. Esa noche, mi tía apareció con un vestido de su antigua tienda nupcial. Me quedó perfecto: un milagro.
Seraphine nunca apareció. En lugar de caos, tuvimos risas, música y amor. Ese nuevo vestido se convirtió en símbolo: ella intentó arruinar nuestra boda, pero nos regaló claridad, fortaleza y libertad.