La casa estaba envuelta en un silencio pesado, de esos que quedan después de decir palabras que ya no pueden retirarse. El hijo había entrado furioso a su cuarto, azotando la puerta con tanta fuerza que las paredes vibraron. Se sentía traicionado, herido de una manera que solo alguien que amas puede herirte. Su madre había tomado una decisión sobre su futuro sin consultarlo, creyendo que lo protegía, pero para él era como si le hubiera arrebatado su voz.
En su habitación, ella se sentó al borde de la cama, repasando la discusión una y otra vez. Había visto la ira en sus ojos, la frustración que llevaba meses acumulándose. Quería que entendiera que todo lo hacía por amor, no por control, pero cada intento de explicarlo solo lo alejaba más.
Horas después, él salió del cuarto, aún enojado pero agotado. Al verla en la mesa, con la cabeza inclinada, dudó. Bajo la rabia había culpa. No quería lastimarla; solo quería ser escuchado.
Ella levantó la mirada y susurró: “¿Podemos hablar?”
Por primera vez en todo el día, él no se fue.

