El sol se ocultaba sobre el Pacífico mientras los dolientes salían de una pequeña capilla en Santa Mónica. Emily Carter, de nueve años, se aferraba a su vestido negro, con los ojos rojos de tanto llorar. Su padre, Daniel, había sido enterrado esa tarde. Su madrastra, Linda, fría e indiferente, le dijo que sus caminos se separaban, dejó su mochila en la acera y se marchó.
Sola, Emily fue notada por Michael Harrington, un abogado millonario y confidente de su padre. Con suavidad, le dijo que Daniel no la había olvidado y la llevó a su oficina. Allí reveló el testamento revisado: Emily heredaba la casa familiar y los ahorros, con Harrington como tutor hasta que cumpliera dieciocho años.
Al día siguiente, en el tribunal de sucesiones, se desestimaron las reclamaciones de Linda y la herencia de Emily quedó asegurada. Por primera vez desde el funeral, Emily sintió esperanza y encontró seguridad y guía bajo el cuidado de Harrington.

