Mi esposa y yo nos habíamos mudado a las montañas hace casi un mes, buscando paz lejos del ruido y el caos de la ciudad. Nos encantaba el aire fresco, el aroma de los pinos y el tranquilo crepitar de la chimenea por la noche. Pero una mañana, todo cambió.
Durante días habíamos notado huellas cerca del porche: primero pequeñas, luego cada vez más grandes y frescas. Esa mañana, salí a recoger leña y me quedé paralizado. En el porche de madera estaba un enorme oso pardo, sosteniendo a un pequeño osezno en sus mandíbulas. Mi corazón latía con fuerza. El oso no gruñó ni se movió de forma agresiva. Lentamente, dejó al osezno en el suelo. Luego, inesperadamente, señaló un trozo de alambre atrapado en la espalda del pequeño: una vieja trampa le había causado una herida.
Levanté las manos, me arrodillé y susurré: “Está bien, te ayudaré”. Con cuidado, liberé al osezno mientras la madre observaba atentamente. Una vez tratado y vendado, el oso recogió a su cría y desapareció en el bosque.
Ahora, a veces vemos huellas frescas cerca del porche, y sonrío sabiendo quién las dejó.