Mientras caminaba junto a un río profundo, noté un pequeño osezno flotando en la superficie. Al principio pensé que estaba nadando, pero al acercarme me di cuenta de que estaba inmóvil, probablemente ahogado. Lo alcancé con cuidado y lo levanté del agua, agitándolo y esperando que recobrara la vida, pero permaneció sin movimiento.
De repente, un gruñido bajo y pesado surgió detrás de mí. Me giré lentamente y vi a una enorme osa madre salir de los arbustos, con los ojos llenos de furia. Creyó que yo había lastimado a su cría. Erguida sobre sus patas traseras, lanzó un rugido ensordecedor y cargó contra mí. Aterrorizado, lancé al osezno de nuevo al agua y corrí, pero ella fue más rápida, dejando profundas heridas en mi espalda con sus garras.
La adrenalina me llevó a través del bosque hasta que sus gruñidos se desvanecieron. Al llegar a la carretera y desplomarme, comprendí una dura verdad: la naturaleza salvaje sigue sus propias leyes y el hombre siempre será un extraño en ella.

