Las sirenas desgarraron el corazón de Washington, y de pronto la capital de la nación dejó de sentirse segura. Soldados de la Guardia Nacional abatidos a pocos bloques de la Casa Blanca. Un tirador prófugo. Una ciudad paralizada por el miedo. Mientras vehículos blindados avanzaban y las calles quedaban vacías, una pregunta resonaba desde D.C. hasta cada hogar del país…
Los disparos que estallaron a la vista de la Casa Blanca no solo rompieron vidrio y el silencio de la noche; rompieron la creencia de que incluso los rincones más protegidos de Estados Unidos están fuera de peligro. Soldados que esperaban enfrentar riesgos en el extranjero los encontraron en cambio sobre el pavimento familiar, bajo el brillo de las farolas de D.C., mientras el caos se extendía por una de las zonas más resguardadas del país.
Mientras la policía cerraba intersecciones y los médicos luchaban por estabilizar a los heridos, Washington parecía contener la respiración. Aliados y críticos políticos se apresuraron a utilizar el ataque como prueba de sus peores temores sobre el crimen, la seguridad y la fortaleza nacional. Pero detrás de la retórica hay familias esperando junto al teléfono, compañeros reviviendo el instante en que sonaron los disparos y un país recordando que quienes se sitúan entre el orden y la anarquía también son terriblemente vulnerables.

